martes, 27 de septiembre de 2016

¡Felices lecturas para todos!
Empezamos como siempre, con la sección CUENTOS CLÁSICOS ARGENTINIZADOS:

Gepeto Tenía Un Secreto

Cuenta la historia que Gepeto, un carpintero muy anciano de las afueras de Luján, soltero y sin hijos, en su soledad y necesidad de Cariño, construyó un nene de madera como de diez años de edad para que le hiciera compañía… ¡Hmmm! Podemos imaginarnos por qué era soltero y sin hijos. Es de entender que los vecinos le tuvieran bastante desconfianza.
La cuestión es que, como siempre pasa en los cuentos, un hada madrina que no tenía nada que hacer más que meterse en casa ajena y espiar a la gente, escuchó cuando el viejo dijo entre llantos cuánto le gustaría tener un hijo, a la vez que abrazaba al muñeco de madera. Enterneciéndose de él, y sin oír para qué quería un hijo ni darse cuenta de que ese abrazo no era sólo un abrazo (de hecho, si el muñeco ya hubiera sido un niño de verdad, habría denunciado a su creador por tocamientos indebidos), el hada madrina decidió darle vida a la creación de Gepeto, que ahora podía hablar y moverse como cualquier niño real. ¡Se imaginarán el susto que se pegó el viejo cuando vio que uno de sus juguetes se movía por propia voluntad! ¡Casi le da un infarto! Lo primero que supuso fue que Pinocho, como había nombrado al muñeco, estaba endemoniado; por lo que decidió llamar a un cura para que le bendijera la casa. Curiosamente, el cura del pueblo era uno de sus mejores clientes; y le había encargado media docena de muñecos de madera que, igual que Pinocho, parecieran niños de diez años… Cuando el padre vio que Pinocho estaba vivo, lejos de asustarse, le pidió a Gepeto que le hiciera media docena de ésos. El viejo le confesó que no tenía idea de cómo es que cobró vida; así que, decepcionado y sin la menor intención de hacerse el exorcista (ya que la noche anterior había visto esa película y estaba cagado hasta las patas), el religioso se fue, no sin antes recomendarle al carpintero la iglesia universal, donde aparentemente hacen exorcismos todos los fines de semana. El problema es que en esas iglesias te manguean antes de que puedas decir “perdóneme padre porque he pecado”. Y Gepeto, que no tenía un sope, se fue a la cuarta vez que le acercaron la canastita de las ofrendas.
Luego de volver a casa y ver que Pinocho no estaba poseído ni le quería hacer nada malo, decidió criarlo como a su hijo. Lo mandaba a limpiar la pieza, a hacer los mandados al mercado chino, a lavarse las manos antes de comer… Esto último no le gustaba a Pinocho, ya que el agua y la madera no se llevan muy bien juntas.
De lo que pronto se dio cuenta Gepeto fue que a Pinocho le crecía la nariz cuando mentía; por lo que decidió llevarlo al prostíbulo local, donde siempre había gente dispuesta a perder algo de plata en el truco. Se imaginarán que la idea era ponerlo en el equipo contrario. Al final de cada mano, cuando el inocente niño de madera había hecho perder todo a sus ocasionales compañeros de partida, éstos lo amenazaban con arrojarlo al fuego para el asado; pero se salvaba porque siempre lo salían a defender las prostitutas del lugar. Uno creería que a ellas les salía el instinto materno; pero la realidad era que, según los rumores, la nariz no era lo único que le crecía a Pinocho cuando mentía. Y, por si estos rumores no fuesen ciertos, ellas conocían posiciones del Kamasutra para experimentar con esa nariz.
Como la cabeza de Pinocho era de madera, su mente no era muy ágil que digamos. Y así es que, cada dos por tres, algún zorro le hacía creer en el cuento del tío. Gepeto le había advertido que ese tío era un estafador, pero él no le hacía caso.
En una rateada con amigos, Pinocho se fue tan lejos que se perdió. El viejo lo buscó por todos lados, y casi termina en el Moyano cuando un doctor de esa institución lo hoyó decir que andaba buscando a un nene de madera de como diez años. Asimismo, casi termina en cana por estar contando la misma historia cerca de la comisaría. Lo que sucedió fue que, haciendo dedo, Pinocho logró que una pareja lo subiera a su auto y lo llevaran con ellos de vacaciones al sur. Visitaron museos, vieron pingüinos e incluso hicieron avistaje de ballenas. Quiso la mala suerte que el barco desde el cual admiraban a los cetáceos se balancease justo cuando Pinocho se asomaba para sacar fotos, y éste fue a parar a las fauces de una ballena franca austral que pasaba por allí. A la pobre, que no hacía otra cosa que comer plancton, le dio una indigestión de la puta madre; y fue a parar a la playa en busca de la ayuda de Greenpeace. Pero la gente que allí se reunió a ver al gigante encallado, con la carne tan cara como está, decidió hacer un asado comunal para toda la ciudad de Puerto Madryn. Con la grasa hicieron aceite para las tortafritas, y donaron el esqueleto y las barbas de la ballena al museo de ciencias naturales. Al terminar, sólo quedaban un montón de tripas de ballenas con las que las gaviotas se hicieron un festín, gracias al cual Pinocho se vio libre del estómago gigante.
Una vez en casa, el hada madrina convirtió al muñeco en un niño real, reemplazando su cuerpito de dura madera por uno de carne y hueso, cosa que entusiasmó al anciano Gepeto más que a Pinocho mismo. Esa misma noche, luego de una visita nocturna de su padre, Pinocho se cuestionó si lo que el hada madrina hizo por él era en verdad un favor. Y, como todo niño real, finalmente pudo llorar y levantar una denuncia.
Colorín colorado, al pedófilo encerraron.
Fin

Victor Gabriel Pardo
Derechos Reservados


Ahora uno de la sección CUENTOS LINDOS, RAROS Y ESPANTOSOS:

Una Flaca Como Esa

Primero la sacaron de su descanso. Después le quitaron todo. Y, como si aquello fuera poco, la lavaron hasta que quedó reluciente. Su exquisita blancura y la gracia de su figura la hacían más deseable de lo que ellos se imaginaron que sería. Sabían que ésta valdría por lo menos mil dólares. En cuanto estuvo en el lugar pactado para la venta, donde un grupo de importantes hombres se reunían alrededor de la “mercancía”, las ofertas comenzaron a llover. Su comprador pagó por ella más de cinco mil dólares. La metió en el baúl de su auto y se preparó para partir. Podría haberla llevado adelante, pero no quería tener que explicar de dónde la había sacado. Hace mucho que buscaba una igual, y ahora la tenía, sólo para él. Estaba que no se contenía de la felicidad. Se pasaba horas mirándola, tocándola, acariciando cada centímetro de ella. Pero ella tenía algo que lo hacía sentir incómodo: Era como si sus ojos aún estuvieran allí, mirándolo fijamente. Como si aquello que solía ser piel tersa y carne trémula aún se estremeciese bajo el rose de sus manos. Como si sus labios apareciesen de repente y, rojos como habían sabido ser, quisiesen besarlo. Atrapado por la visión, él la abrazó como antaño hizo tantas veces, y la besó apasionadamente sin sentir el paso del tiempo. Por esta misma razón, y porque tenía los ojos cerrados, no vio que sus alumnos de anatomía entraban en el salón de clases. Nadie se atrevió a decir nada. Estaban espantados.
A él no le importaba lo que la gente pensase. La amó antes y la amaba ahora aún más. Nada de lo que la gente opinase al respecto importaba. Para su desgracia, las autoridades de la universidad pensaban diferente, y veían muy mal que uno de sus profesores tuviese apetitos sexuales tan espantosos.
Él abrió los ojos justo a tiempo para ver cómo un oficial de policía le arrebataba de un tirón el esqueleto que sostenía entre sus brazos; y a los enfermeros que, con una camisa de fuerza abierta, se le acercaban lentamente.
Fin

Victor Gabriel Pardo
Derechos Reservados


Y, para terminar, la sección CUENTOS DEL CAZADOR Y LA DIOSA:

Divinas Discusiones

Hubo una vez una discusión entre los dioses. Estaban enojados, se empujaban los unos a otros, y se estaban por agarrar a las trompadas. Zeus (o Thor, como le apodaban los amigos), lanzaba rayos por doquier; Quetzalcóatl (la serpiente emplumada, como le decían por el disfraz que usó durante el último carnaval) andaba amenazando con el hacha de piedra a todo el mundo; y Jehová se hacía el misterioso diciendo que todo pasa porque él lo permite, pero nadie le daba bola porque estaba de vacaciones permanentes tras haber trabajado seis días de mierda.
Ellos y otras divinidades se disputaban haber creado a los hombres. Y, como cada uno tenía una versión de los hechos, hubo varios reclamos por derechos de autor que terminaron en juicio. La corte era precedida por Palas Atenea, la diosa de la sabiduría, quien hizo atestiguar a la más vieja de todos ellos: Pachamama, también llamada Hera entre los griegos (o “mamá”, como le decía la jueza). El problema fue que la madre tierra estaba tan vieja que la senilidad la hacía olvidarse las cosas. Entonces decidieron llamar como testigos a aquéllos humanos que podrían dar algún dato que apoye o rechace alguna de las versiones de quienes reclamaban la patente de la creación.
Primero llamaron al hombre más viejo del mundo, suponiendo que por sus años sabría reconocer a cuál de ellos le debía su existencia. Pero el hombre estaba igual de senil que Pacha, por lo que se limitaba a mirar uno por uno a todos los dioses; hasta que de repente dijo “¿Dónde está el muchacho que tenía todos esos brazos?” Los dioses se miraban entre sí sin entender, hasta que Zeus se acordó.
_ “¡Ah, Vishnu! ¡¿Dónde estás, che?!” dijo el olímpico mirando a todos lados.
Pero nadie respondió, ya que Vishnu era el único que se había quedado trabajando ese día. Entonces llamaron a Darwin, quien se negó a declarar ante esa corte, cuya autoridad y existencia no reconocía. Además, sabía que, apenas abriese la boca, alguno de aquéllos lo cagaba a trompadas o lo fulminaba con un rayo.
Jehová trajo como testigo suyo al papa Francisco, esperando que el representante de la iglesia católica le diera un toque de seriedad a sus reclamos; pero los demás dioses no pudieron contener la carcajada cuando el sumo pontífice les dijo que Jehová era todopoderoso.
_“¡Ni siquiera pudo evitar que se coman una manzana!” dijo entre risas la divina Atenea.
Entonces apareció Carlos, el dueño del boliche donde semejante juicio tomaba lugar. Y les dijo “Bueno Muchachos. Ya vamos a Cerrar”.
_ “¡No, Don Carlos! ¡Un ratito más y terminamos!” rogó el gran Zeus.
_ “¡No, no, no! ¡Vamos que hay que limpiar! ¡Saliendo todo el mundo!” respondió el hombre.
Indignado por semejante trato, el padre de los dioses pensó por un momento en castigar al bolichero; pero se contuvo, por si el tipo se llagaba a enojar y no los dejaban entrar más. Al salir a la calle, Pacha vio que la túnica de su hija tenía una mancha, y le dijo “Cuando lleguemos a casa, poné el disfraz en remojo; que si queda manchado me cobran multa”.
Fin

Victor Gabriel Pardo

Derechos Reservados

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